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POR VELIA GOVAERE - 14 de junio 2018

 

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Como bestia herida, Daniel Ortega sigue aferrándose al fusil francotirador que a diario cobra vidas de inocentes estudiantes alzados, pidiendo democracia para su país.

Nicaragua tiembla en su hora de los hornos. El dictador de El Carmen está acosado, pero se sostiene pertinaz. Él conoció la ira de su pueblo cuando encabezó, otrora, la caída de un dictador que ahora emula. Por eso, aquilata las voces airadas y en los cantos de lucha reconoce el presagio que anuncia su fin inexorable.

Las señales se multiplican anunciando la aurora de su partida, pero en su agonía, como bestia herida, sigue aferrándose al fusil francotirador que a diario cobra vidas inocentes. El “socialista” negocia con sangre su salida. Quiere seguir millonario y su moneda de trueque es la paz a cambio de privilegios de oligarca capitalista.

Al tirano y a la tirana (para ser “políticamente correctos”) ya solo les quedan bandas de asesinos que acechan las noches, con terror que sustituye toques de queda

El aislamiento político del régimen es total. Cada asesinato aumenta su descrédito. No existe ciudad ni segmento que no lo repudie, salvo aquellos que se enriquecieron a su sombra o viven de sus prebendas. Al tirano y a la tirana (para ser “políticamente correctos”) ya solo les quedan bandas de asesinos que acechan las noches, con terror que sustituye toques de queda.

Un mes después del inicio de las manifestaciones contra la dictadura, llegó a Nicaragua la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la OEA. En solo tres días pudieron emitir una declaración que reconocía “muertes, agresiones y detenciones arbitrarias”. La misión pudo constatar “tortura, tratos crueles, inhumanos y degradantes” contra los detenidos. La mayoría de los fallecidos por armas de fuego tenían “impactos de bala en cabeza, ojos, cuello y tórax”. También se advirtió sobre la “existencia de grupos parapoliciales que hostigan a la población civil”.

Cambio de bando. Después de esos impactantes hallazgos de la CIDH, el sector empresarial tuvo también que tomar partido. Ahora entienden la trascendencia “económica” de las instituciones democráticas, la importancia de la previsibilidad para las inversiones y la gravedad que tiene avalar el riesgo político que representa una dictadura.

Buscando absolución, los grandes capitales abandonaron a Ortega. Ellos habían dado sombrilla empresarial al régimen, a cambio de un buen ambiente de negocios. Habían preferido hacerse de la vista gorda frente a la demolición completa de la oposición política y al acaparamiento absoluto de todas las instituciones y poderes públicos. Hoy pagan su insensatez. En declaraciones públicas, Carlos Pellas, otrora principal accionista del BAC; Zamora, de Lafise; Ortiz, de Promerica; y muchos otros exigen ahora elecciones anticipadas. Ortega respondió a sus demandas con la masacre del Día de la Madre.

Vino después la Asamblea General de la OEA, donde Epsy Campbell exigió una condena al gobierno de Ortega. Dio muestra así de la calidad moral de la representación costarricense. En toda tragedia, siempre hay un amargo sainete. Como sorpresa de ese día, la primera delegación que aprobó la condena a los sucesos de Nicaragua fue… la nicaragüense. La declaración la habían redactado conjuntamente con Estados Unidos.

No en vano se condenan los hechos sin denunciar al verdugo. La delegación nicaragüense pagó luego la declaración conjunta absteniéndose de votar contra Venezuela. Así son las cosas en esos continentes de diplomacia.

Poco después, Lydia Barraza, vocera del Departamento de Estado, revelaría el misterio: al más alto nivel, la Casa Blanca y El Carmen habían tenido conversaciones de contenido aún no revelado. Esa línea directa con Estados Unidos no es una cuerda que libere el régimen de sus arenas movedizas, pero se suma a las señales contradictorias que marcan el día.

Almagro. Artículo aparte merece la danza de Almagro, hombre acostumbrado a giros políticos, de derecha a izquierda y viceversa, declarando, primero, que no se podía decir que Nicaragua era una dictadura; diciendo, después, que había que esperar el fin de su mandato para ir a elecciones con reformas, que nadie conoce y que negoció con Ortega; sumándose, luego, a la necesidad de adelantar las elecciones y, ahora, al coro de la indignación generalizada, con todo y foto junto a los estudiantes alzados. Pero el minueto de Almagro, con pasitos forzados hacia el repudio, expresa el creciente aislamiento internacional de Ortega.

¿Cómo interpretar los signos de la hora? Luz tenue que anuncia el final de largo y oscuro túnel o estrella fugaz y engañosa en medio de la tormenta, los sucesos se precipitan como dolores de interminable labor de parto. Con dedos en el teclado, a la hora de estas letras, Nicaragua sigue en medio del infierno.

La tentación es grande de hacer cualquier cosa con tal de salir de las llamas. Ortega lo sabe y apuesta al desgaste doloroso que suma ya dos meses de cierres de caminos y barricadas en los barrios, escasez en los estantes, fuga de capitales y despidos masivos de una población que siempre ha estado comiendo con las uñas. Pero ese pueblo es increíblemente resiliente y con ejemplar impulso ético enfrenta las balas con piedras, sin abandonar el instrumento pacífico que da brillo espectacular a su resistencia.

Entre los acontecimientos que se avecinan, tengamos presente el 27 de junio. Esa fecha se precipita como término siniestro. En esos días, el orteguismo intentará conmemorar sus efemérides más significativas: el “Repliegue” de Managua a Masaya, que selló, en 1979, la caída de Somoza.

Es una fecha obligatoria que será expresión de fuerza remanente o de debilidad fatídica. Si Ortega necesita un símbolo, es ese. También lo es para el pueblo de Monimbó, donde pasa cada año la caravana sandinista. Esta vez no la dejarán pasar y, desde ya, hay voces que llaman a que ese día sea el final. Eso explica el martirio cotidiano del pueblo de Masaya, donde ya no hay esquina sin barricada.

Las cosas no deberían llegar hasta esa fecha. No puede seguir más el régimen de ese nuevo lobo porque “son incontables sus muertes y daños”.

Pero nada es más peligroso que una fiera herida y acorralada. Todavía puede correr mucha sangre en los estertores finales del tirano.

 La autora es catedrática de la UNED.