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POR VELIA GOVAERE - ACTUALIZADO EL 17 DE OCTUBRE DE 2016 A: 12:00 A.M.

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Dos grandes nubarrones amenazan tormentas en el escenario internacional en tiempos turbulentos

 

Dos grandes nubarrones amenazan tormentas en el escenario internacional de los tiempos turbulentos que vivimos: la resaca nacionalista de una globalización mal administrada y un foso cada vez más profundo de desconfianza entre la ciudadanía y los poderes públicos.


Por doquiera, la siembra de fáciles promesas, cargadas de buenas intenciones, pero también de pasmosa ignorancia de realidades, cosecha ahora su mies de electorados resentidos.


A eso se suma el agravio derivado de la angustia de los perdedores del nuevo sistema de encadenamiento productivo internacional. Ellos se han visto abandonados a su suerte frente a los movimientos del capital y del trabajo.


Pan y circo de fiestas electorales huecas, desempleo frente a trabajos que escapan al exterior y apatía de poderes públicos indiferentes son componentes de ese coctel tan peligroso que mezcla el rechazo ciego del establishment político con el repudio a todo lo que suene a “extranjero”.
Esa es la mejor fórmula de una tormenta perfecta que nadie protagoniza mejor que Donald Trump.


Despertar. Electorados mortificados despiertan de resacas repetidas de abandonos, ilusiones rotas y promesas vanas. Es el amargo fruto de la venta de candidatos como coca-colas. Pero el resentimiento resultante no inmuniza la capacidad de juicio de los electores frente a la usual manipulación de percepciones, sobre todo cuando, frente a problemas reales, no se tienen alternativas fundamentadas.
En cada país, a su manera, la demagogia sabe volver a alimentarse de los descontentos mismos, fabricando nuevas marcas electorales, en un interminable círculo vicioso (Teufelskreis), que vuelven a corromper la inocencia del imaginario democrático y degradan la nobleza que viene asociada con el componente humano de la internacionalización.
Y, así, las masas arriesgan volver a castigarse eligiendo nuevos bufones que alimentan y acrecientan los prejuicios poniendo a unos pueblos contra otros.


¿Cómo impedir que triunfe la explotación descarada de frustraciones, con cada vez mayores charlatanes? Desde Pepe Grillo, en una Italia que apenas acaba de librarse de Berlusconi, hasta Jimmy Morales, sacado directamente de una comedia chapina, esa incógnita todavía no ha sido resuelta ni en Guatemala ni en Guatepeor.
Sin duda, los medios de comunicación y los formadores de opinión pública tienen una enorme responsabilidad y, en general, la cumplen. Pero para la incoherencia imperante, todo parece parte del mismo tinglado, sobre todo para una masa electoral con verdaderos problemas, pero poco educada, menos atendida, usualmente despreciada y, así, vulnerable ante prejuicios fascistoides.


Mentiras y bufonadas. Inútiles se han revelado los esfuerzos de la prensa norteamericana que casi unánime intenta bajar a Trump de su pedestal. Incluso Donald, en su mejor intento histriónico, es incapaz de sepultarse a sí mismo con patentes mentiras, estúpidas bufonadas y ausencia total de empatía humana.
Surgió en el momento preciso, a gusto de todas las frustraciones que se sienten reflejadas en su patética figura. Artificial como su bronceado naranja, Trump sobrevive a todo como un Chucky endemoniado, en final trepidante de un thriller atractivo solo por lo estúpido que es.
El equilibrio económico reinante, precario como es, pero disfrutado tanto en Europa como en Estados Unidos y en América Latina, contrasta con el punto más bajo de la credibilidad de los liderazgos políticos del momento.


Incluso en nuestra bucólica Tiquicia, el descontento social está a la medida de nuestras expectativas frustradas, pero no de nuestras realidades, mediocres, pero estables.


Alemania sufre de una alicaída confianza en Merkel, pero no por la arrogancia con que ella impuso, una y otra vez, criterios insensatos, erróneos y poco solidarios para solventar la crisis de la eurozona, sino –¡vaya ironía!– por su momento humanista más lúcido, cuando afirmó que una nación tan pujante como la germana bien podía asumir la tarea de integrar un millón de refugiados al año (Wir schaffen das –dijo– “Nosotros podemos hacerlo, de eso estoy convencida”).


Así enfrentó la crisis migratoria en su primer momento, con una solidaridad que se estrelló, perdedora después, frente a los prejuicios reinantes.


El brexit resultó de prejuicios que tuvieron igual fortuna. España sigue con gobierno en escabeche y Hollande, como era de esperarse, no sabe siquiera si atreverse a pedir el voto galo, después de haber seguido una agenda exactamente opuesta al planteamiento electoral que lo llevó al Palais de l'Élysée, bajo falsas pretensiones.
Y así sigue la lista de una comunidad internacional impasible frente al sufrimiento venezolano y que se hace de la vista gorda frente a Erdogan.


Vaticinios. Pero nada puede compararse con el impacto que tendría una victoria de Trump. Los analistas compiten en predicciones funestas de lo que se derivaría de un triunfo republicano. Amenazados estarían los tratados comerciales, castigo de nuestra demagogia criolla, para que aquí termine de aprenderse la importancia de la seguridad jurídica que nos dejó el TLC.
Pero más allá de esto, lo que estaría cuestionado es el paradigma mismo de la globalización que, con todo y las falencias nacionales de insertarse en ella sin sentido de solidaridad para los perdedores, es el bastión decisivo del progreso humano sin fronteras. Su impacto más serio sería en el sistema financiero internacional, construido sobre esas bases, y que, como sabemos, es frágil y volátil, como las reacciones nerviosas de sus actores frente a cambios imprevisibles.


El mundo ha vivido secuelas de dolor después de triunfos inducidos por la irracionalidad. Pero la insensatez no tiene memoria. En un solo cuerpo internacional humanista, los formadores de opinión del mundo unen sus voces para advertir los peligros de Chucky a la cabeza de esa rebelión irracional de las masas. ¿Alguien escucha? Toco madera.


La autora es catedrática de la UNED.