Pánico mortal
Por: Rafael A. Méndez Alfaro / Coordinador Programa de Estudios Generales
Una de las secuelas inmediatas de mayor alcance que sobre Costa Rica tuvo la campaña militar de 1856-1857, fue la aparición y propagación de la mortífera enfermedad del cólera asiático entre las filas castrenses y la población civil. Sobre esta enfermedad existía un profundo desconocimiento para la época señalada. La medicina había obtenido logros modestos en su afán de neutralizar la difusión de este mal.
El tratamiento ofrecido a los infectados era más de carácter paliativo y no carente de incertidumbre sobre su efecto real. El asunto clave del mecanismo de transmisión de la peste constituía todo un dilema y un acertijo para los especialistas en salud.
Previo al arribo de la enfermedad a suelo nacional, la epidemia provocó víctimas multitudinarias en otras latitudes. En Hungría (1831) la peste dejó una estela de 300 000 fallecidos; en España (1833-1834) murieron más de 100 000 personas por esta epidemia y en La Habana (1833) se cuantificaron más de 9000 defunciones.
La primera vacuna diseñada contra esta enfermedad procede de 1854. En consecuencia, es natural deducir que la proximidad de la peste provocara notables temores entre las poblaciones. Costa Rica no se constituyó en una excepción en este particular.
En el caso costarricense, el cólera se incubó en el escenario donde se llevó a cabo la célebre batalla del 11 de abril. La combinación de pozos de agua contaminados con cadáveres de filibusteros, sumado a la tardía reacción del Estado Mayor de abandonar una ciudad malsana cuyas calles estaban repletas de cuerpos mutilados, creó las condiciones propicias para que el cólera se instalara en las columnas del ejército expedicionario.
Desde inicios de mayo, el periódico denominado Boletín Oficial proporcionaba datos poco halagadores sobre la peste. La edición #189 del 03 de mayo de 1856 indicaba: “… ese enemigo terrible, ese azote invisible y mortífero, contra el cual no se puede hacer nada, ni las bayonetas, ni los cañones, ni el valor más heroico –el cólera, en fin á cuyo solo nombre tiemblan los pueblos, aparece súbitamente en las filas”. La información difundida asumía poses que revelaban una profunda preocupación de las autoridades. Tan solo cuatro días después, el mismo periódico daba cuenta que el Coronel Juan Alfaro Ruiz y los oficiales Zenón Mayorga, Julian Rojas, Anastasio Calderón junto a otros soldados más “á quienes había respetado el alevoso plomo filibustero, no obstante haberse hallado en lo más recio y sangriento del combate, han sido víctimas de la cruel epidemia”.
Con abatimiento, el Boletín Oficial del 24 de mayo de 1856 daba a conocer bajo el título de “La Epidemia una infausta noticia” que “El Excelentísimo Sr. Vicepresidente de la República, D. Francisco Maria Oreamuno, ha fallecido en esta ciudad ayer á las once de la noche… El cólera ha sido un cruel azote para nuestro victorioso ejército –un enemigo mil y mil veces más asolador que las balas y metrallas de los filibusteros – una plaga mortal para nuestras poblaciones”. La muerte de Oreamuno y más tarde la del Subsecretario de Estado, Adolfo Marie, resaltan como las más notables entre quienes cayeron fulminados por la epidemia.
A pesar del desaliento provocado por el arribo de la peste, el editor del periódico no cesó de infundir frases de esperanza entre la población. El 14 de mayo de 1856 este medio escrito señalaba: “Costa Rica ha tenido la dicha de no ser invadida jamás por la funesta epidemia. La elevación de sus poblaciones, su clima, todo contribuye á que difícilmente se desarrolle en el interior el temible azote y aunque atacara creemos que no causará los estragos que en otros países”.
Para el 17 de mayo, el Boletín Oficial señalaba que “Una carta de Puntarenas nos anuncia hoy que en 69 horas no se había presentado un solo caso de cólera. La Nota del Sr. Gobernador de Cartago… prueba cuan exageradas son las noticias que se hacen circular”. Afirmaciones de esta naturaleza dejan ver el temor que la llegada de la peste traía consigo a suelo nacional.
La edición #192 de mediados de mayo del citado periódico publicaba un artículo suscrito por el Dr. Carlos Hoffmann, donde bajo el título “Advertencia sobre el cólera”, ofrecía de forma curiosa las siguientes directrices: “Muy recomendable son la carne fresca, el caldo y las verduras bien cocidas; pero evítense las frutas de todas clases, y tómese unos pocos dulces. También convendrá el uso moderado del vino, de la cerveza amarga y de los licores que no sean de calidad adulterada, omitiéndose cualquier exceso”.
Las sugerencias de Hoffmann y las advertencias del editor del periódico son solo un reflejo del pánico que estaba viviendo el país por la difusión de la enfermedad. El mismo Presidente Juan Rafael Mora, presa del pavor, fue duramente criticado por la oposición dado que durante los momentos más agudos de la epidemia, se refugió en sus haciendas cafetaleras y evitó a todo trance hacer apariciones públicas.
El resultado final de la situación de la peste fue desolador. La propagación de la peste en suelo costarricense produjo más de 10 000 muertes que representaron arriba de 10% del total de la población del país. Esta situación significó una depresión demográfica para entonces. Los fallecidos por causa de la epidemia fueron –como se supondrá- mucho mayores que las bajas habidas en el escenario de guerra.
Un informe titulado “El Cólera” del 28 de junio de 1856 y publicado en el Boletín Oficial, ofrecía un panorama menos halagador. “Apenas se presentan en las poblaciones del interior algunos casos aislados. La epidemia ha degenerado en pequeños colerines y disenterías. –El pánico va desapareciendo, pero aún es imposible reponer las pérdidas sufridas ni mucho menos enjugar tantas lágrimas. Los trabajos comienzan á reanimarse á pesar de la crudeza del invierno”.
Tal fue la profunda huella que el cólera asiático dejó en la mayor crisis poblacional vivida por el país en su historia.