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Eso nunca fue mío

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Por Mario Valverde

Nunca me he explicado por qué me aceptaron con mi cuerpo flaco, mis ropas y mis zapatos viejos. Y sobre mi cara de niño callejero. A la distancia de mis años viejos, pienso que la soledad de Rodrigo, me llevó a su casa. Pero el cómo llegué, no puedo recordarlo. Solo me veo en su cuarto jugando monopoly o subiendo a la terraza de la casa de su hermana, que estaba al lado de la sus padres, para ver los planetas con su telescopio. Ahí conocí la rojedad de Marte, el anillo de Saturno, los huecos y montañas en su esplendor de la Luna llena; recuerdo los ojitos de las estrellas llamadas Santa Lucía y las Siete Cabritas, ese era todo mi Universo. R. sabía dónde estaba cada planeta en cada noche diferente. A veces, me salta otra teoría, quizás pasé por su casa, saludé su soledad y me invitó a jugar. Yo era un niño de la calle, de las mejengas, de las esquinas, de los eternos juegos, de los castigos duros. R. era una especie de príncipe atrapado en su propio castillo. Su madre era muy bondadosa, eso es, recuerdo su bondad y nada de su rostro. Su hermana bellísima con una sonrisa sin odios. La mesa, los platos, los manteles, la comida, el padre poderoso, todo era de otro mundo. De nuevo creo que yo fui la compañía que no tenía en el barrio pobre.

Un día de tantos llevé la fórmula de la pólvora. La casa tenía un sótano y una cava. El patio era gigante con muchos árboles de mango injertado y una cancha de basquetbol y dos perros negros imponentes que me olfatearon y me hicieron de inmediato parte de sus memorias. Pronto, en cada visita, corríamos con toda libertad. La fórmula la había aprendido y experimentado de mis amigos Pato y Zorro, compañeros de escuela y de aventuras. Con ellos aprendí a mezclar el azufre, el salitre y el carbón. No habíamos cumplido los doce años cuando descubrimos la primera explosión controlada desde una batería de auto. Su padre tenía un negocio de reparar baterías. R. sintió la misma curiosidad que yo sentí. Lo que faltaba eran los materiales. El me dio la plata y yo me fui de compras a tiendas encargadas de surtir productos agrícolas, el carbón se conseguía con facilidad en el mercado.

En ocasiones los padres de R. se iban para su finca en el norte de Heredia. Esperamos el momento. Me dijo que estaría solo con la empleada en el fin de semana. Bajamos al sótano. Mezclamos en un recipiente de barro, encendimos el fósforo, lo lanzamos de cierta distancia y vino el fuego que subió casi hasta tocar el techo de cemento. La admiración fue enorme. Nos volvíamos a ver, como si hubiéramos descubierto el lado oscuro de la Luna. Había subido una especie de volcán que se mantuvo por varios segundos. De seguro nuestros antepasados sintieron la misma emoción cuando pudieron atrapar el fuego. Repetimos por varias veces la experiencia. Y soñábamos con algo grande. Luego empezamos a construir mechas con mecate y nos pasamos al patio. Los gigantes hormigueros serían las siguientes víctimas. Pasamos de los volcanes a las bombas caseras, metimos la pólvora en pequeños tarros tapados y sellados. Pum, pum, todo volaba. Más plata y más pólvora. Todo en secreto. Los planetas y las estrellas se quedaron perdidos. De vez en cuando un juego de ping-pong o un monopoly para hablar del tema de las explosiones entre movimiento, compra y cobro de alquileres. Pasamos de latitas a latas de avena grandes; no quedaría un sola cabrona hormiga viva.

La mecha tenía como ocho metros. La encendimos, avanza con lentitud, a lo mejor estaba un poco mojada. El chisporroteo sonaba a cada avance de la mecha. Poco a poco, la mecha tomó fuerza, el viento navideño ayudaba. Al fondo, el ladrido de los dos perros doberman. El fuego de la mecha corre rápido, lo mismo hacen los perros. Mi amigo R. los llama, les grita, los nombra, los perros juegan con la mecha, que estaba muy cerquita del gran hormiguero.

Posiblemente por esa razón, se me prohibió acercarme a la casa de R. De mi parte, yo seguí jugando mejenga con mis amigos en la plaza, matando pájaros y atrapando mariposas; de todas formas, yo siempre me decía, cuando lloraba al recordar los pedazos de perros regados por el patio con las hormigas pegadas a sus cueros… de por sí, eso nunca fue mío.

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