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POR VELIA GOVAERE - 27 de Enero 2019

 

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El ‘brexit’ podría significar una frontera entre las dos Irlandas, rompiendo, otra vez, los miles de lazos que entretejen su concordia y amenazando la paz

En aguas agitadas de un imperio en crisis de identidad, el brexit encabritó un potro sin riendas. Frente al precipicio, nadie puede ahora ponerle bridas. Lo sabía Theresa May desde antes de su derrota parlamentaria. Su acuerdo con la Unión Europea (UE) fue repudiado por humillante mayoría. Pero se sabía superviviente del voto de confianza que su rival laborista puso para derrocarla.

A nadie convenció su deplorable acuerdo con la UE, que no era otra cosa que quedar provisionalmente como unión aduanera, mientras se negociaba un acuerdo final. Eso era aceptable. Pero, si al final del período transitorio pactado se salía sin acuerdo, Irlanda del Norte quedaría, sine die, dentro de la égida de la UE.

El Reino Unido es mosaico de naciones que eventualmente se reconocieron en una cultura común

En cualquier otra circunstancia, el voto de censura de Jeremy Corbyn contra May habría triunfado. Si fracasó fue porque nadie quiere ocupar esa silla, en este invierno, la más caliente de Londres. En el caos, quedó el mismo jinete. A May se le exigió un plan B. Tres días después presentó lo mismo. Elocuente confesión de impotencia en el alma dividida de un oximorónico Reino Unido.

Grieta. Generaciones futuras debatirán sobre el instante que fragmentó el alma británica. Pero no fue la pertenencia a la UE. Ese fue solo chivo expiatorio de frustraciones melancólicas de un imperio venido a menos y repositorio de sinsabores por las asimetrías de un desarrollo desigual. Encontrado ese punto para desfogar demagogia, lo demás fue historia.

El simplismo del brexit lo rompió todo. Los partidos primero. Ninguna fuerza política es coherente frente a cada opción. Laboristas por y contra el brexit se enfrentan a conservadores igualmente divididos. Jóvenes cosmopolitas frente a canas agotadas. Periferias se rebelan a las urbes. Nacionalismos locales encuentran formas de identidad rupturista con la nostalgia imperial euroescéptica.

Pretexto o no, el daño está hecho y el alma británica, partida. Esa grieta, debate social, político y cultural en el reino, es mucho más en Irlanda. Ahí puede abrir heridas apenas cicatrizadas. La inquina viene desde lejos.

Dos Irlandas. El Reino Unido es mosaico de naciones que eventualmente se reconocieron en una cultura común. No en Irlanda. En 1534, Enrique VIII rompió con Roma. Los irlandeses siguieron católicos y, como tales, fueron considerados potenciales aliados del enemigo español. Por eso se trató de erradicar el catolicismo en Irlanda. Cromwell llegó a prohibir que los católicos irlandeses pudieran ser propietarios. A finales de 1700, los católicos apenas poseían el 5 % de las tierras de su isla.

Desde 1601, hasta su música tuvo que ser clandestina. También toda expresión cultural propia. Aunque la represión hizo mella, la aplastante mayoría siguió católica. La lucha por una patria propia se expresó en términos confesionales, entre nacionalistas católicos por la independencia y unionistas protestantes, fieles al Reino.

Después de sucesión de luchas y treguas, paulatinamente, la mayoría católica logró la total independencia. En 1948, se fundó la República de Irlanda. Pero antes, en 1921, el alma irlandesa se partió. Los 26 condados más católicos formaron el Estado Libre de Irlanda. En Ulster, los otros 6, de mayoría protestante unionista, preservaron su pertenencia a Gran Bretaña, como Irlanda del Norte.

Los protestantes irlandeses, atrincherados en el Norte, nunca rigieron un territorio confesionalmente homogéneo. Su minoría católica siguió luchando por separarse del Reino Unido. En 1968, comenzaron conflictos armados, de nuevo, en Irlanda del Norte, oponiendo nacionalistas católicos y protestantes. Ese derramamiento de sangre solo pudo terminar en 1998, con los acuerdos del Viernes Santo. Las heridas apenas están sanando.

La República de Irlanda fue siempre europeísta. Cuando el Reino Unido se adhirió al proyecto europeo y abrió sus fronteras, también las dos Irlandas pudieron volver a encontrarse. En ese contexto fue posible la paz. Un Premio Nobel de la Paz fue compartido entre un líder católico y uno protestante que se atrevieron a cruzar la línea de fuego. Desde entonces, un largo período de 20 años de distensión prevalece entre los irlandeses, que se mueven libremente entre las dos Irlandas, trabajan irrestrictamente en una u otra, desarrollan infraestructura, invierten en ambas, entretejidas por cadenas de valor.

Propuesta inaceptable. El brexit podría significar una frontera entre las dos Irlandas, rompiendo, otra vez, los miles de lazos que entretejen su concordia y amenazando la paz. Es un “muro de Berlín” inaceptable para la República de Irlanda y su voto es decisivo, porque la UE necesita unanimidad. Para dar su consentimiento al acuerdo con May, Irlanda puso una cláusula de salvaguardia. Su precondición fue que el Reino Unido se comprometiera a que Irlanda del Norte seguiría en unión aduanera con la UE, bajo su influencia, reglas y estándares, en caso de salida final sin acuerdo negociado.

La República de Irlanda evitaría así un retorno a la división nacional y al recrudecimiento de viejas querellas. Sin embargo, el Reino Unido y los protestantes de Irlanda del norte ven en eso un brutal debilitamiento de sus vínculos. Sería como “ceder” Irlanda del Norte a la “otra” Irlanda y a la UE. Para el Partido Democrático Unionista (DUP), que asegura a May mayoría en el parlamento, eso es inaceptable. También es inadmisible para la clase política inglesa.

Esa es la esencia del acuerdo que llevó May al Parlamento y razón de su descalabro. En su contra votaron 432 diputados, incluyendo 118 de sus propias filas. Solo 202 se plegaron de mala gana a lo que consideraban, a lo sumo, un mal menor. Eso explica por qué en vez de un plan B, Theresa May llegó con una pregunta: ¿Qué otro acuerdo aceptable para la UE (léase República de Irlanda) puede tener mayoría en este Parlamento? Probablemente ninguno. Otro referendo tampoco reconciliará el alma británica rota, pero, al menos, podría sacar al Reino Unido de este entuerto. Irlanda es el nudo gordiano del brexit.

 La autora es catedrática de la UNED.