POR VELIA GOVAERE - 18 de julio 2018
La estabilidad internacional se funda en plataformas de relaciones sistémicas entre naciones, con organizaciones y tratados que sustentan un tratamiento equitativo.
Con todo y esporádicos socollones, la estabilidad del mundo moderno descansa sobre pilares culturales compartidos. Es el entretejido que conforma la lógica interna de la relación entre las naciones. De la solidez de esos fundamentos deriva el sentido de seguridad que norma nuestras vidas y la relativa tranquilidad que necesitamos para descubrir nuevas rutas de esperanza.
Esa narrativa política, comercial y diplomática es un paradigma que fue sabiamente construido sobre los escombros de 60 millones de muertos en la Segunda Guerra Mundial. Incluso el desparpajo costarricense de privarse, tan tranquila y campante, de instrumentos militares de defensa de su soberanía reposa sobre la confianza en un universo de valores colectivamente aceptado y de instituciones que le dan soporte.
Cabe preguntarse, sin embargo, cómo una sola persona es capaz de fracturar tan peligrosamente los valores que han dado soporte a las relaciones internacionales
Ojos abiertos. Tal vez son prematuros y probablemente pasajeros los temblores que conmocionan los cimientos de las hipótesis políticas comúnmente aceptadas. No llamemos, pues, aún, a las armas. Por líquida que parezca, la realidad que vivimos tiene todavía la fuerza, por lo menos, de la inercia y la ausencia de alternativas robustas y coherentes. Pero sería un error pasar por alto las nubes que oscurecen el horizonte. ¡Cuidado! De tuit en tuit se está minando el subsuelo de nuestra armonía habitual. Nada más peligroso que dormir tranquilos en tiempos de zozobra.
A un año de la administración Trump se puede delinear su paradigma doctrinario. Es una visión contrapuesta a los fundamentos del orden mundial de posguerra y socava la aceptación occidental del lugar hegemónico de los Estados Unidos. Pero eso no explica enteramente el impacto disruptivo de sus políticas.
Doctrina Trump. Los países rivales de Estados Unidos envidian su sistema internacional de alianzas, andamiaje dificultosamente construido, en más de 70 años. Pero la doctrina Trump desprecia la fuerza que deriva su país de sus alianzas y piensa que solo es más fuerte que acompañado. Pareciera que las alianzas solo sirven para explotar el peso del poderío norteamericano, sin pagar el peaje.
La estabilidad internacional se funda en plataformas de relaciones sistémicas entre naciones, con organizaciones y tratados que sustentan un tratamiento equitativo, basado en principios y reglas, no en la fuerza. Según la doctrina Trump, en cambio, el multilateralismo solo favorece a los más débiles. De acuerdo con su brújula confrontacional, es mejor actuar de forma bilateral, para aprovechar su superioridad. Por eso, desprecia todo lo que huele a holístico y multilateral, sea en tratados, como el de Libre Comercio de América del Norte (Nafta, por sus siglas en inglés), o en organismos multilaterales, como la Organización Mundial de Comercio (OMC).
El comercio mundial se basa en un sistema de normas de conducta, reguladas y supervisadas por la OMC. Pero la doctrina Trump siente que las regulaciones ponen en pie de igualdad a Estados Unidos frente a países económicamente más débiles y busca que en cada relación comercial se exprese la ventaja que le debería dar su predominio hegemónico.
Juego de suma cero. El progreso internacional se funda en criterios de avance colectivo, ojalá uniforme, donde cada condición de progreso permita que todos ganen. La visión Trump es de suma cero. Toda ganancia es a expensas de la pérdida de alguien. De ahí se derivan relaciones necesariamente de fuerza, aunque el resultado más probable sea la pérdida colectiva. La experiencia demuestra que la confrontación da una suma menor que cero. Eso no importa si Estados Unidos gana.
La comunidad de naciones busca funcionar con perspectiva estratégica de largo plazo. En Trump, en cambio, todo es táctica inmediata que persigue ganancia instantánea, donde no hay margen para la previsibilidad estratégica de larga data. Es el hoy desarticulado del mañana. Siempre se parte de cero, en instantes inconexos y sin historia. Es la política cada vez más improvisada y sin memoria.
Esos cinco ejes conforman el viejo paradigma político del siglo XIX, echando al traste las premisas del orden internacional de la posguerra. Cabe preguntarse, sin embargo, cómo una sola persona es capaz de fracturar tan peligrosamente los valores que han dado soporte a las relaciones internacionales. Semejante impacto disruptivo solo puede encontrar explicación en fragilidades estructurales que necesitamos entender para superar.
Cuando un solo país tiene hegemonía absoluta, basta un cambio en políticas y prioridades y todo el sistema de alianzas se tambalea. Desde 1648, con la Paz de Westfalia y el fin del dominio de los Habsburgo, se buscó la paz por medio del equilibrio de fuerzas, donde las alianzas buscaban que ningún país alcanzara hegemonía. En la misma Guerra Fría, con el contrapeso de la Unión Soviética, había equilibrio y balance. El mundo unipolar muestra ahora su cara más alarmante con sistemáticas intervenciones unilaterales, desestabilizadoras en todos los escenarios conflictivos.
Sinrazones. Los impactos que está teniendo la administración Trump dejan también en evidencia situaciones pospuestas e inatendidas que ahora dan pie a acciones bajo esos pretextos. Son las “razones” de la sinrazón. En materia comercial, salen a la luz problemas de vieja data: subsidios canadienses a productos lácteos, tratamiento de China como economía de mercado, haciéndose de la vista gorda ante sus políticas de precios manipulados, con subsidios y otras prácticas depredatorias que han derivado en superávits comerciales permanentes; estancamiento de las negociaciones de la Ronda de Doha como flanco abierto del comercio internacional y la lentitud de respuesta de los paneles de la OMC que también empujan al uso de medidas correctivas unilaterales.
Más allá de la fragilidad de las instituciones multilaterales, queda también en evidencia la vulnerabilidad de las mismas instituciones norteamericanas, incapaces, aún, de detener políticas contrarias a aquella línea histórica que había posicionado a Estados Unidos como liderazgo positivo. Ese es el aspecto más peligroso de la fuerza disruptiva de un Trump, insolente con Europa y amigable con Putin.
La autora es catedrática de la UNED.