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POR VELIA GOVAERE - 9 de enero 2018

 

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La democracia que vivimos padece de estertores en todas partes y produce monstruos en algunas.


En el 2017 se rompió el capullo de inocencia de todos nuestros simplismos. El escenario político es más complejo de lo que podíamos imaginar. Si alguna vez creímos que la democracia, por sí y para sí, era sinónimo de estabilidad, progreso y justicia social, la más reciente política norteamericana desgarró esas fantasiosas pretensiones.

La democracia somos nosotros. Sus resultados se ajustan también a nuestra medida, con los instrumentos que nos dotemos para implementarla. Reducida a una fórmula, desprovista de alma ciudadana encendida, la democracia puede engendrar aberraciones. Hitler llegó al poder en una democracia apagada, minusválida por la división sectaria de fuerzas que se autodenominaban socialistas.

La icónica democracia del norte personifica todos los sofismas encerrados en el formalismo democrático. Los atavismos anacrónicos de un sistema electoral demodé permitieron que se impusiera la insatisfacción y desconfianza de un sector minoritario. El resultado fue un rubio de “ojos sajones y alma bárbara”, residente ahora de la avenida Pensilvania.

Es interminable la lista de giros regresivos de esa administración, fuente, no de progreso, sino de caos. Desde su renuncia a los compromisos internacionales contra el cambio climático, hasta azuzar controversia y desequilibrio en el Medio Oriente, Estados Unidos, país emblemático de aquel famoso “mundo libre”, declina hoy ejercer un liderazgo global positivo, provoca zozobra por doquier y deja un vacío político, a llenar por el mejor postor: Rusia, en Oriente Medio; en Asia y probablemente el mundo, China.

El mundo al revés. Al sacar a Estados Unidos de los Acuerdos de París, el mundo perdió el escaso margen que tenía para evitar una catástrofe ecológica. Por duro que parezca, el planeta pasó ya el punto de no retorno. Si no nos asusta la cercanía de ese precipicio, es porque estamos en negación de la tragedia humana que se nos viene.

No nos atrevemos a aceptar que algo semejante esté ocurriendo, a pesar de que se comiencen a construir diques en Miami y los osos polares vean el deshielo de su hábitat. Esa es la realidad.

En este mundo bizarro, ahora China abre puentes de concordia y colaboración entre los pueblos. Con su fantástica Ruta de la Seda se apresta a tocar, desde Panamá, la impasible indolencia de las puertas ticas. Retando todas las premisas de nuestra ingenuidad ideológica, Xi Jinping se convierte en líder de la globalización.

El despotismo ilustrado de su milenaria cultura hidráulica engatusa al mundo con el paradigma perverso de un totalitarismo progresista, convertido en factor de equilibrio internacional y de progreso social.

Mientras la administración republicana rebaja impuestos a los ricos y amenaza con dejar sin cobertura médica a los pobres, bajo la égida de la autocracia asiática, muchos más millones de seres humanos siguen saliendo de la pobreza. Se nos trastocan así todos los preconceptos aprendidos en la escuela de la niña Pochita. Contraste brutal produce ese democratismo necesitado de remiendos, con la potencialidad de emprendimientos políticos que tiene el conductismo dirigista de la “dictadura del proletariado”. Es un mundo vuelto al revés.

Perversión de valores. Como reflejo regional de esa perversión de valores, contrasta una Nicaragua autoritaria, en concierto con la empresa privada, segura y con alta aprobación popular, con un vecino de anciana democracia.

Nicaragua está ahí, bajo nuestra etiqueta de insostenible, pero avanzando social y económicamente. Mientras tanto, Costa Rica se sumerge en la parálisis de una democracia tullida, bailando al son fragmentado de un pluralismo divisionista —que nos encanta porque ya no hay “bipartidismo”—. ¡Cómo me duele eso!

Es un mundo peligroso. Vivimos desgarrados porque alimentamos cada vez más nuestra alma con aspiraciones humanistas de respeto y tolerancia, al tiempo que desfallecen, anacrónicos, nuestros instrumentos de conducción colectiva. La creatividad de avances científicos en todos los órdenes de la realidad nos arrebata la capacidad de asombro. Pero ese progreso tecnológico y científico, y también de conciencia moral, contrasta con la miseria de un universo político urgido de rejuvenecimiento.

La democracia que vivimos padece de estertores en todas partes y produce monstruos, en algunas. No por ello el ideal democrático desmerita frente al autoritarismo. Lo que ocurre, más bien, es que los viejos instrumentos diseñados antaño para autogobernarnos no han tenido la misma capacidad evolutiva de las herramientas creadas para comunicarnos.

La gobernabilidad camina, como cangrejo, hacia atrás, mientras exigimos, más que nunca, eficiencia a un instrumental político avejentado. Locke y Montesquieu ya no bastan. En el colmo de su indolencia de transformación, nuestra institucionalidad, mientras más hace agua, menos se remoza.

Ese es el problema, nuestro miedo al cambio, cuando más miedo nos debería dar la inercia. Nunca hemos exigido tanto de un cuerpo político disfuncional, contaminado de atavismos, incapaz de satisfacer nuestras renovadas y cada vez más sofisticadas aspiraciones.

Nuestro cuerpo político ni siquiera cumple con lo esencial. Su concepto está diseñado para otros tiempos. Esto es tan cierto aquí, como, con mucha mayor razón, en los Estados Unidos. Si allá produjo la aberración que conocemos, aquí no dista de sumirnos en descalabro.

Esos contrastes nos hacen vulnerables a la tentación autoritaria y, urgente, la necesidad de una renovación institucional que rescate y remoce nuestros ideales democráticos. Ese es el debate social al que debemos consagrarnos, en un tiempo electoral patológico, cuando uno de cada tres costarricenses no solo no sabe por quién votar, sino que no distingue diferencias entre las promesas de campaña. Todos: más casas, más educación, más empleo, más seguridad, más… palabras. Todo lo mismo. Para enfrentar los tiempos estrafalarios que vivimos, debemos reinventarnos. ¿Quién le pone ese cascabel al gato?


La autora es catedrática de la UNED.